ENTRADA TRIUNFAL EN JERUSALEN

Jesús sale muy de mañana de Betania. Allí, desde la tarde
anterior, se habían congregado muchos discípulos; unos eran
paisanos de Galilea, llegados en peregrinación para celebrar la
Pascua; otros eran habitantes de Jerusalén, convencidos por el

milagro de la resurrección de Lázaro.

El Señor no manifestó ninguna oposición a los preparativos de
esta entrada jubilosa. Él mismo elige la cabalgadura: un sencillo
asno que manda traer de Betfagé, aldea muy cercana a Jerusalén.
Al acercarse a la ciudad, ya en la bajada del monte de los Olivos,
toda la multitud de los que bajaban, llena de alegría, comenzó a
alabar a Dios en alta voz diciendo:
¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor!
¡Paz en el Cielo y gloria en las alturas!
Jesús hace su entrada en Jerusalén como Mesías en un borrico,
como había sido profetizado muchos siglos antes. Y los cantos del
pueblo son claramente mesiánicos. Esta gente sencilla conocía
bien estas profecías, y se manifiesta llena de júbilo. Jesús admite
el homenaje, y a los fariseos que intentan apagar aquellas
manifestaciones de fe y de alegría, el Señor les dice:
¡Les digo que si éstos callan las piedras gritarán!
Jesús quiere también entrar hoy triunfante en la vida de los
hombres sobre una cabalgadura humilde: quiere que demos
testimonio de Él, en la sencillez de nuestro trabajo bien hecho, con
nuestra alegría, con nuestra serenidad, con nuestra sincera
preocupación por los demás. Quiere hacerse presente entre
nosotros a través de las circunstancias del vivir humano.
Jesús mira cómo Jerusalén se hunde en el pecado, en su
ignorancia y en su ceguera, y se lamenta… ¡Jerusalén, Jerusalén,
que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados!
¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus
polluelos debajo de las alas, y no quisiste!
23:38 He aquí vuestra casa os es dejada desierta.
23:39 Porque os digo que desde ahora no me veréis, hasta que
digáis: Bendito el que viene en el nombre del Señor. Mateo 23:37
¡Qué elocuentes son estas lágrimas de Cristo! Lleno de
misericordia, se compadece de esta ciudad que le rechaza.
Nada quedó por intentar: ni en milagros, ni en obras, ni en
palabras; con tono de severidad unas veces, indulgente otras…
Jesús lo ha intentado todo con todos: en la ciudad y en el campo,
con gente sencilla y con sabios doctores, en Galilea y en Judea…

También ahora, y en cada época, Jesús entrega la riqueza de su
gracia a cada persona, porque su voluntad es siempre salvadora.
En nuestra vida, tampoco ha quedado nada por intentar, ningún
remedio por poner. ¡Tantas veces Jesús nos ha salido al
encuentro! ¡Tanta gracia ha derramado sobre nuestra vida!
Cada persona es objeto de la predilección del Señor. Jesús lo
intentó todo con Jerusalén, y la ciudad no quiso abrir las puertas a
la misericordia. Es el misterio profundo de la libertad humana.
¿Cómo estamos respondiendo nosotros a los requerimientos del
Espíritu Santo para que seamos santos en medio de nuestras
tareas, en nuestro ambiente? Cada día, ¿cuántas veces decimos sí
a Dios y no al egoísmo, a la pereza, a todo lo que significa
desamor, aunque sea pequeño?
La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén pide a cada uno de
nosotros coherencia y perseverancia, ahondar en nuestra
fidelidad, para que nuestros propósitos no sean luces que brillan
momentáneamente y pronto se apagan.
En el fondo de nuestros corazones hay profundos contrastes:
somos capaces de lo mejor y de lo peor. Sí queremos tener la vida
divina, triunfar con Cristo, hemos de ser constantes y hacer morir
lo que nos aparta de Dios y nos impide acompañar al Señor hasta
la Cruz.